Wednesday, January 17, 2024

Juan Gelman, el cuarto Cervantes argentino, en Tucumán

 


Juan Gelman, el cuarto Cervantes argentino, en Tucumán


Quizá nunca pueda sonreír, en mi vejez, con la cabeza levemente inclinada y sapiente como Juan Gelman en las miles de fotografías que le tomaron en su vida, como ésta de hoy, 23 de abril del 2008, en que le entregaron el premio Cervantes. Quizá en aquella foto perdida (en los archivos del Chino Pantoja) en el Bosque de la Memoria del cerro San Javier, yo tendría la cabeza levemente inclinada sobre el hombro de Gelman. No lo sé. El fotograma está extraviado en la Memoria de la Luz.

Yo lo llevé hasta los árboles. Árboles –desaparecidos hombres y mujeres que emergen en el vegetal in memoriam–. Fuimos hasta allí trepando la montaña, los sinuosos caminos, las pendientes que me asustaban –el Honda Civic, que recientemente aprendí a conducir, parecía agonizar por la falta de combustible–. Echale nafta! -me decía. Pero en el cerro no existían estaciones de servicio. Ya le había pedido a El Griego, organizador de la visita de Gelman a Tucumán, que me tirara un diez para el tanque. Fue poco. Ese billete no procuraba tranquilidad. Las pendientes eran las que mandaban a la aguja hacia el fondo del abismo del marcador de combustible. Y yo, a cuenta de mi inexperiencia automovilística, me decía: ¿Y si lo mato a Gelman por mi falta de conocimientos profundos en el arte de conducir? Tenía miedo que eso ocurriera. ¡Qué irresponsable! –me decía. Aquel año a finales de los ´90, yo tenía unos 32 o 33 años, y sólo un año o menos de conductor cívico, es decir: era peor que un porteño trepando los cerros tucumanos; cada curva era un suplicio, un desgaste de adrenalina mayúsculo: ¿Qué vendrá después? Más montaña, y autos rapaces desde el otro lado asustando a esta dubitativa víctima que anda penosamente cuesta arriba. Juan Gelman y su mujer viajaban en el asiento trasero. El Griego oficiaba de copiloto, dicharachero él, para amenizar el viaje. Los fui a buscar en el hotel Carlos V, se subieron en el Honda gris metalizado. En su perorata, El Griego hizo alusión a una tal anciana señora P.P., o algo así, que había escrito no sé qué cosa sobre no sé cual tema, y que era, o sigue siendo, una ilustre personalidad de los claustros académicos de Tucumán. Gelman saltó del asiento. Se le encresparon los nervios y el carácter. Arremetió violento con algo parecido a lo siguiente: “Hubiese hablado cuando las papas quemaban en los ´70”. El Griego dejó de hablar. No recuerdo otra alocución de él. La esposa de Gelman, que también es escritora y que ahora no recuerdo su nombre (Martha, quizá?, Lucía?, Vicenta?, Raúla?), que escribió un libro con él (debería meterme a Internet en estos momentos para corroborar estos datos; pero estoy muy cansado: mucho estrés me da este cerro que es la vida), tuvo una diminuta conversación conmigo, aprovechando el mutismo de El Griego y la desaceleración de Gelman. Le conté que estaba escribiendo una novela, La Sola, en la cual quería (quiero?) hacer un solo personaje con múltiples voces (lo lograré?, será posible?); a ella le encantó la idea, y a mí, me encantó ella: Una mujer alta, delgada, cabellos negros y piel blanca; unos ojos y una voz de firmamento. Pero aún, La Sola está sola, once años después, concretamente, 14 años después. Incompletamente, ése era el libro que Gelman vino a presentar a Tucumán, en El Griego Libros. Lo escuché leer sus poemas en el salón de la librería, en la peatonal Muñecas.

(Mucho antes, El Griego tenía una librería en la plaza Urquiza, La Belle Époque, allí compré mi primer libro, uno de Neruda. Con mis breves años, e influenciado por haber encontrado un poster de felpa del Poema N° 20 (puedo escribir los versos más tristes esta noche…) en una vidriera de Carlos Paz, Córdoba, me fui, de cabeza, a La Belle Époque: ¿Tiene algún libro de Pablo Neruda? –pregunté con mi timidez. –¡Todos!, me gruñó El Griego, señalando una apiñada estantería con su dedo índice poco amable. Compré uno, Fin de Mundo.) Desde ese momento comprendí que la poesía está de pie contra la muerte, como lo dijo hoy Juan Gelman al recibir el premio Cervantes de manos del rey de España.

El Honda continuó escalando el monte subtropical a pesar de mis angustias, de mis pensamientos negros de poder haber pasado a la Historia por haber provocado la muerte del futuro cuarto Cervantes argentino. La cabalgata agónica se acentuó aún más al pasar la Primera Confitería, paraje amplio en el que deseé detenerme para relajar mis nervios y, de paso, recordar que allí fui actor (un soldadito de un control caminero en la dictadura militar que buscaba a no sé quién y tampoco sabía por qué, pero tenía que requisar a todos los que pasaban por allí. Los que por allí pasaban  eran: Carlos Carella, Ana María Picchio, Víctor Laplace, Alberto Benegas y más, por el set natural), la película se llama El Rigor del Destino, del cineasta tucumano Gerardo Vallejo.

No pude detenerme. El control caminero, militar y cinematográfico, que había estado todo un largo día para filmar unos minutos de la película, ya no estaba. (Recuerdo al gran Carlos Carella sentado solo en el interior de la confitería esperando a que lo llamen a actuar, es decir: a transformar su melancólica y triste y lejana energía en un torrente de vitalidad y fuerza ante la cámara encendida. Había dos puntas de un mismo oficio: el show business histérico e histriónico de Víctor Laplace (a coro con la Picchio): sonrisas, carcajadas, corridas e ironías a por doquier; y el templo o temple del actor: Carella.)

El retén cinématomilitar hacía trece años que había abandonado ese lugar, la Primera Confitería del cerro San Javier.

La fuga de la muerte prosiguió, cada curva traspasada era una victoria.

Llegamos al Cristo Bendicente, y no era allí donde íbamos. Seguimos viaje hasta el Bosque de la Memoria, y por fin Gelman se bajó vivo del auto gris. Plantó un árbol, hubieron palabras y fotos, y un conglomerado de gente que recordaba el pasado pensando en el futuro.

Ahora toca retornar. La bajada será más distendida –pensé. Y no fue así.

*

–A ese boludo lo deberían desaparecer!, exclamó en actuado arrebato y jocosa sentencia (para él) un personaje televisivo de aquellos años, R.A.

–Eh! No le digan así al boludo de mi amigo Juan!, interrumpió Juan Gelman atemperando la macabra oración escuchada.

Ya el asado estaba saliendo del barril de aceite de 200 litros, cortado longitudinalmente al medio, que hacía las veces de parrilla con tapa, en la casa de V.G., en El Corte, en la falda del San Javier, que a su pie nace la planicie, aún empinada de Yerba Buena y que, más allá, desemboca en San Miguel de Tucumán.

En el asado-homenaje a Gelman había una quincena de personajes, incluido yo (el chofer de Gelman), y otros más, ligados, como yo, a Radio Universidad. V.G. era el director, y el personaje televisivo se había mutado a la radio. Él habría tenido otros arrebatos locuaces un tiempo antes, como cuando le preguntó por TV al periodista de Buenos Aires Santo Biasatti si el asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas era parte de los gajes del oficio. Biasatti, que estaba en la Casa de Gobierno de Tucumán en un acto, le respondió: “La muerte nunca puede ser parte de los gajes del oficio de un periodista, ni de ningún otro.” (Ver los archivos de Canal 10 de Tucumán, si es que existen.)

El Juan, no el Juan Gelman, sino el otro, “el que lo deberían desaparecer”, era el poeta Juan E. González, en ese entonces asesor literario de la UNT, en la Secretaría de Extensión Universitaria que funcionaba en el Centro Cultural Virla. Su minúscula oficina, su cueva de poesía, estaba a dos puertas de Radio Universidad, en el tercer piso del templo cultural de la calle 25. La Lupa Mágica de la Palabra aún se emitía en el dial 94.9 Radio Universidad. Fue un sueño ese programa de radio, de música y poesía.

Juan González, ausente en el festejo, obviamente, había regresado años atrás de su exilio en España. Con un hijo desaparecido en Argentina y libros a cuestas, vivía y vive en Tucumán. Fue uno de aquellos que reflejó el dolor de la masacre dictatorial en poesía. Y lo hizo bien. Pero no hubo peor enemigo que el monstruo de la TV para sentenciarle el propio destino de su hijo.

Juan Gelman sabía con qué tipo de personajes se encontraría en Tucumán, aduladores. Equívocos aduladores, pero: inútil luchar con la estupidez! Inútil no delatarse.

El asado estaba rico, qué más da.

Gelman sabe, como gran escritor y como gran lector, que Cervantes se reía, grandilocuente, en cada frase que escribía, como siempre lo pensó y como ahora lo ejerce, pero sabiendo:

Reírse de lo que uno escribe no es omitir la verdad o la percepción de la verdad, es saberse íntegro con sus aciertos y equívocos; es transmitir, a sabiendas, una lectura que ahora está siendo leída y que concluye: La poesía está de pie contra la muerte, o la palabra misma no tiene otro sostén que la realidad que plasma.


ALEJANDRO GIL 

2008, Atlanta, EEUU 


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