Juan Gelman, el cuarto Cervantes argentino, en Tucumán
Quizá nunca pueda sonreír,
en mi vejez, con la cabeza levemente inclinada y sapiente como Juan Gelman en
las miles de fotografías que le tomaron en su vida, como ésta de hoy, 23 de
abril del 2008, en que le entregaron el premio Cervantes. Quizá en aquella foto
perdida (en los archivos del Chino Pantoja) en el Bosque de la Memoria del
cerro San Javier, yo tendría la cabeza levemente inclinada sobre el hombro de
Gelman. No lo sé. El fotograma está extraviado en la Memoria de la Luz.
Yo lo llevé hasta los
árboles. Árboles –desaparecidos hombres y mujeres que emergen en el vegetal in
memoriam–. Fuimos hasta allí trepando la montaña, los sinuosos caminos, las
pendientes que me asustaban –el Honda Civic, que recientemente aprendí a conducir,
parecía agonizar por la falta de combustible–. Echale nafta! -me decía. Pero en
el cerro no existían estaciones de servicio. Ya le había pedido a El Griego,
organizador de la visita de Gelman a Tucumán, que me tirara un diez para el
tanque. Fue poco. Ese billete no procuraba tranquilidad. Las pendientes eran
las que mandaban a la aguja hacia el fondo del abismo del marcador de
combustible. Y yo, a cuenta de mi inexperiencia automovilística, me decía: ¿Y
si lo mato a Gelman por mi falta de conocimientos profundos en el arte de
conducir? Tenía miedo que eso ocurriera. ¡Qué irresponsable! –me decía. Aquel
año a finales de los ´90, yo tenía unos 32 o 33 años, y sólo un año o menos de
conductor cívico, es decir: era peor que un porteño trepando los cerros tucumanos;
cada curva era un suplicio, un desgaste de adrenalina mayúsculo: ¿Qué vendrá
después? Más montaña, y autos rapaces desde el otro lado asustando a esta
dubitativa víctima que anda penosamente cuesta arriba. Juan Gelman y su mujer
viajaban en el asiento trasero. El Griego oficiaba de copiloto, dicharachero
él, para amenizar el viaje. Los fui a buscar en el hotel Carlos V, se subieron
en el Honda gris metalizado. En su perorata, El Griego hizo alusión a una tal
anciana señora P.P., o algo así, que había escrito no sé qué cosa sobre no sé
cual tema, y que era, o sigue siendo, una ilustre personalidad de los claustros
académicos de Tucumán. Gelman saltó del asiento. Se le encresparon los nervios
y el carácter. Arremetió violento con algo parecido a lo siguiente: “Hubiese
hablado cuando las papas quemaban en los ´70”. El Griego dejó de hablar. No
recuerdo otra alocución de él. La esposa de Gelman, que también es escritora y
que ahora no recuerdo su nombre (Martha, quizá?, Lucía?, Vicenta?, Raúla?), que
escribió un libro con él (debería meterme a Internet en estos momentos para
corroborar estos datos; pero estoy muy cansado: mucho estrés me da este cerro
que es la vida), tuvo una diminuta conversación conmigo, aprovechando el
mutismo de El Griego y la desaceleración de Gelman. Le conté que estaba
escribiendo una novela, La Sola, en la cual quería (quiero?) hacer un solo
personaje con múltiples voces (lo lograré?, será posible?); a ella le encantó
la idea, y a mí, me encantó ella: Una mujer alta, delgada, cabellos negros y
piel blanca; unos ojos y una voz de firmamento. Pero aún, La Sola está sola,
once años después, concretamente, 14 años después. Incompletamente, ése era el
libro que Gelman vino a presentar a Tucumán, en El Griego Libros. Lo escuché
leer sus poemas en el salón de la librería, en la peatonal Muñecas.
(Mucho antes, El Griego
tenía una librería en la plaza Urquiza, La Belle Époque, allí compré mi primer
libro, uno de Neruda. Con mis breves años, e influenciado por haber encontrado
un poster de felpa del Poema N° 20 (puedo escribir los versos más tristes esta
noche…) en una vidriera de Carlos Paz, Córdoba, me fui, de cabeza, a La Belle
Époque: ¿Tiene algún libro de Pablo Neruda? –pregunté con mi timidez. –¡Todos!,
me gruñó El Griego, señalando una apiñada estantería con su dedo índice poco
amable. Compré uno, Fin de Mundo.) Desde ese momento comprendí que la poesía
está de pie contra la muerte, como lo dijo hoy Juan Gelman al recibir el premio
Cervantes de manos del rey de España.
El Honda continuó escalando
el monte subtropical a pesar de mis angustias, de mis pensamientos negros de
poder haber pasado a la Historia por haber provocado la muerte del futuro
cuarto Cervantes argentino. La cabalgata agónica se acentuó aún más al pasar la
Primera Confitería, paraje amplio en el que deseé detenerme para relajar mis
nervios y, de paso, recordar que allí fui actor (un soldadito de un control
caminero en la dictadura militar que buscaba a no sé quién y tampoco sabía por
qué, pero tenía que requisar a todos los que pasaban por allí. Los que por allí
pasaban eran: Carlos Carella, Ana María
Picchio, Víctor Laplace, Alberto Benegas y más, por el set natural), la
película se llama El Rigor del Destino, del cineasta tucumano Gerardo Vallejo.
No pude detenerme. El
control caminero, militar y cinematográfico, que había estado todo un largo día
para filmar unos minutos de la película, ya no estaba. (Recuerdo al gran Carlos
Carella sentado solo en el interior de la confitería esperando a que lo llamen
a actuar, es decir: a transformar su melancólica y triste y lejana energía en
un torrente de vitalidad y fuerza ante la cámara encendida. Había dos puntas de
un mismo oficio: el show business histérico e histriónico de Víctor Laplace (a
coro con la Picchio): sonrisas, carcajadas, corridas e ironías a por doquier; y
el templo o temple del actor: Carella.)
El retén cinématomilitar
hacía trece años que había abandonado ese lugar, la Primera Confitería del
cerro San Javier.
La fuga de la muerte
prosiguió, cada curva traspasada era una victoria.
Llegamos al Cristo
Bendicente, y no era allí donde íbamos. Seguimos viaje hasta el Bosque de la
Memoria, y por fin Gelman se bajó vivo del auto gris. Plantó un árbol, hubieron
palabras y fotos, y un conglomerado de gente que recordaba el pasado pensando en
el futuro.
Ahora toca retornar. La
bajada será más distendida –pensé. Y no fue así.
*
–A ese boludo lo deberían
desaparecer!, exclamó en actuado arrebato y jocosa sentencia (para él) un
personaje televisivo de aquellos años, R.A.
–Eh! No le digan así al
boludo de mi amigo Juan!, interrumpió Juan Gelman atemperando la macabra
oración escuchada.
Ya el asado estaba saliendo
del barril de aceite de 200 litros, cortado longitudinalmente al medio, que
hacía las veces de parrilla con tapa, en la casa de V.G., en El Corte, en la
falda del San Javier, que a su pie nace la planicie, aún empinada de Yerba
Buena y que, más allá, desemboca en San Miguel de Tucumán.
En el asado-homenaje a
Gelman había una quincena de personajes, incluido yo (el chofer de Gelman), y
otros más, ligados, como yo, a Radio Universidad. V.G. era el director, y el
personaje televisivo se había mutado a la radio. Él habría tenido otros arrebatos
locuaces un tiempo antes, como cuando le preguntó por TV al periodista de
Buenos Aires Santo Biasatti si el asesinato del reportero gráfico José Luis
Cabezas era parte de los gajes del oficio. Biasatti, que estaba en la Casa de
Gobierno de Tucumán en un acto, le respondió: “La muerte nunca puede ser parte
de los gajes del oficio de un periodista, ni de ningún otro.” (Ver los archivos
de Canal 10 de Tucumán, si es que existen.)
El Juan, no el Juan Gelman,
sino el otro, “el que lo deberían desaparecer”, era el poeta Juan E. González,
en ese entonces asesor literario de la UNT, en la Secretaría de Extensión
Universitaria que funcionaba en el Centro Cultural Virla. Su minúscula oficina,
su cueva de poesía, estaba a dos puertas de Radio Universidad, en el tercer
piso del templo cultural de la calle 25. La Lupa Mágica de la Palabra aún se
emitía en el dial 94.9 Radio Universidad. Fue un sueño ese programa de radio,
de música y poesía.
Juan González, ausente en el
festejo, obviamente, había regresado años atrás de su exilio en España. Con un
hijo desaparecido en Argentina y libros a cuestas, vivía y vive en Tucumán. Fue
uno de aquellos que reflejó el dolor de la masacre dictatorial en poesía. Y lo
hizo bien. Pero no hubo peor enemigo que el monstruo de la TV para sentenciarle
el propio destino de su hijo.
Juan Gelman sabía con qué
tipo de personajes se encontraría en Tucumán, aduladores. Equívocos aduladores,
pero: inútil luchar con la estupidez! Inútil no delatarse.
El asado estaba rico, qué
más da.
Gelman sabe, como gran
escritor y como gran lector, que Cervantes se reía, grandilocuente, en cada
frase que escribía, como siempre lo pensó y como ahora lo ejerce, pero
sabiendo:
Reírse de lo que uno escribe
no es omitir la verdad o la percepción de la verdad, es saberse íntegro con sus
aciertos y equívocos; es transmitir, a sabiendas, una lectura que ahora está
siendo leída y que concluye: La poesía está de pie contra la muerte, o la
palabra misma no tiene otro sostén que la realidad que plasma.
ALEJANDRO GIL
2008, Atlanta, EEUU
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