Saludos de papá
Cuando uno se propone recordar, no lo logra. A empujones arremeto contra lo que queda de sombras. Y veo volar copas de champán (vacías) por los aires, por encima de nuestros hombros, hacia atrás. Decimos que nos dará prosperidad, dinero en el último de los casos.
Quizá esto haya sucedido el 31 de marzo de 1996, entrada la madrugada. Festejábamos el cumpleaños 60 de Juan González en nuestra casa de la calle Federico Rossi, en Yerba Buena, Tucumán. Las copas volaban airosas. Cristales íntegros bajo las estrellas y sobre las flamas de los carbones encendidos que hacían hogar a la intemperie.
–Busco a Juan González. Soy su amigo.
–Pase, pase, Juancito está allí...
Y ahí estaba Juan, sentado entre magnolias, rodeado de claveles. Sentado, quieto, mirando nada. Desatendiendo una conversación inexistente.
–Cumpleaños feliz! Cumpleaños feliz! Cumpleaños, cumpleaños, cumpleaños feliz!!!
Y Juan era saludado y soplaba la velita que posaba sobre la torta que le hizo su pareja. Quiénes éramos, éramos unos pocos. Los suficientes. Marco y su novia, Mónica, nuestros hijos, yo y la Lulú que venía al galope.
Éramos los suficientes como para que la noche no fuera una cualquiera.
Yoca, 13 años después, me acompañó en el recuerdo del futuro.
No se lo dije, pero eran 66 los que cumplió aquella vez, en fecha inexacta supe luego. Era ocasión de cabellos oscuros, modales idénticos, conversaciones similares, más terrenales aquella vez. Pero en el mismo tono, sobre los mismos temas. Los nuestros. No tan terrenales.
Como siempre, el asado corrió por mi cuenta. Ninguno de los dos, ni Juan ni Marco entienden un pomo de parrilla. Saben beber y en eso también los supero. Pero es un lujo para mí estar 13 años después esperando para reencontrarme con Juan. Con 2X más en mi talla, pero ansioso de saber qué nos pasa.
Juan, el mes de diciembre anterior, había presentado mi libro Poesías de Azulejos. Sabia su cadencia, su citar a Octavio Paz, su mercúrica propuesta sobre mi escritura, su clara visión en puntualizar que lo que estaba escrito era una traslación física de algo no físico. Ese es Juan: burbujas. Así lo emparento yo. Y nadie quiera suponer que burbujas significa algo inferior a éter.
Detrás del asador había un cementerio de botellas (vacías) de vino, no de todos los colores: era un cementerio de tintos y blancos. Era un desafío tirar a lo alto del cielo una botella y tratar que en su aterrizaje no provocara un ruido de choque de vidrio contra vidrio. (Tampoco era para tanto. El presupuesto era escaso.)
Con este ruido de botellas es difícil recordar. Pero Juan estaba allí sentado, rodeado de claveles, los bordes de los pétalos son siempre crocantes y, a la distancia, nos suenan a arrugas. Juan está allí, en medio, más grande que nunca. Más magnolia.
–Lo voy a llamar... Juan, te buscan!...
Y Juan se despabila y desde el centro del comedor, sentado, dirige su mirada hacia mí.
–Bajen las armas! Que aquí sólo hay pibes comiendo! –Mercedes Sosa canta en la radio del taxi que me lleva, a golpes, a Yerba Buena.
–Federico Rossi al 500, Juan! Decile así al taxi y te lleva seguro!
Pero no! Juan insistió en que lo vaya a buscar al centro. (Entre nos, a Juan es difícil sacarle un mango.) Pero, querido! Cómo no ir a buscarte en hondaaaa! (Bajen las armas!)
Y a Juan lo tuve que buscar en su depto de la 9 de julio porque ni loco se pagaba un remís. Punto y concluido. A Juan se lo busca y se lo lleva o no hay cumple que lo cumpla feliz, ok?
E hicimos el asado, y no eran 60, eran 66 y nadie lo supo, hasta ahora.
–Bajen las armas! Aquí sólo hay pibes comiendo!
(Felicidadddd!!! Tener seis años menos!)
Juan me miraba desde lejos. Se incorporaba y me miraba. Corría la silla, la apartaba de la mesa y me miraba. Erguido ya, camina hacia mí. Da pasos acordes a su estatura. Da pasos seguros. Cortos pero seguros. Un paso mío eran dos o tres pasos de Juan. Ahora quizá las proporciones se redujeron. Juan sigue directo hacia abajo de mi mentón. Me mira. Abre sus ojos. Me mira.
–Alejandro Gil!, se alegra. Nos damos un abrazo. Me reconoció, es un milagro! Grande, Juan! Gracias, Juan! Desde la última vez que Juan me vio, he crecido como xxx kilos. Juan, se ve que estás bien!
Esa exclamación: “Alejandro Gil!”, fue con su voz propia de Santa Claus. Faltaba el Jo-Jo-Jo!
Así es la voz de Juan cuando se exalta. Grave, jocosa e íntima. Tiene música la voz de Juan. Cadencia. Es una voz decidora. Que dice algo.
La noche transcurría en el jardín trasero de la casa. Noche fresca. Otoñal. Al término de nuestro terreno estaban las canchas de tenis de un club academia. Era el deleite de Euge, Santi y Yoca encontrar las fluorescentes pelotas verdes que habían volado los cercos. Las luces de las canchas a cierta hora se apagaron. Allí vivía un casero que amaneció muerto.
–Bajen las armas, que aquí sólo hay pibes comiendo!!!
Juan, alegre con mi visita, nos invitó a sentarnos en el jardín delantero. Hablamos. Me contó que le hicieron unos homenajes, ciudadano notable de San Miguel de Tucumán, hijo dilecto de Lules, tesis doctoral sobre su obra. Y aquí no tengo con quién conversar. En tres meses me voy a alquilar un monoambiente, con eso me las arreglo. Pero tengo un problema: no sé cocinar. Mi departamento ya me sería grande. Me están por publicar un libro, sabías? Se llama Conversa. Los originales ya los tiene Jorrat, la que hizo la tesis sobre mi obra. Y me van a hacer otro homenaje, vos hasta cuando te quedás? Porque sería bueno que vos me acompañés. Y habla que estuvo solo en los otros homenajes. E insiste que el libro Conversa está listo. Y si lo dice Juan, es cierto.
Al día siguiente la policía fue al club de tenis. A tiros habían matado al joven casero. Alguien a través del alambrado nos contó lo sucedido. Esa noche, junto a él, había estado su esposa. Y al rededor de la una de la madrugada alguien lo mató a tiros. Nosotros estábamos allí, a 40 metros de lo sucedido, estábamos escuchando suavemente a Paco de Lucía. El estampido de los tiros nos habría ensordecido. Paco de Lucía habría enmudecido. Las guitarras hubiesen colapsado. Las copas de champán se hubieran partido en el aire mucho antes de tocar el suelo. Las botellas de vinos (vacías) hubieran reproducido como órgano tubular sonidos intensos por el viento de la onda expansiva. Pero no. Nada de esto pasó. Nos vinimos a enterar a la mañana siguiente.
La doctora dice que Juan dice todo eso desde que llegó. Y yo siempre lo he escuchado a Juan decir las mismas cosas desde siempre. No veo cuál es la diferencia. Dice que Juan José Hernández le dijo que no se vuelva, “allí el mundo mediocre te va a matar”. Habla de sus encuentros con Cortázar, que tiene un libro dedicado por él... Queremos tanto a Glenda. Dice que Noé Jitric lo recomendó para publicar en un diario. Habla de la entrevista que le hizo a Fellini: “El cine es una máquina de mentiras para decir verdades”. Habla de su encuentro con Vicente Aleixandre. De su tocayo Gelman. De su piso en Madrid. “No. Yo no vivía con Juan Gelman en un piso de Madrid.”, dice Juan. Habla de sus hijos que viven en España. De su hija. De la Maternidad de Tucumán. De su hijo desaparecido, del grave error de que haya vuelto de España. Y la memoria es un manchón que no me permite detalles. Yo fui a verlo a Juan, no a hacerle una entrevista. (Pa´ la próxima me llevo un grabador.) (Ahora sólo daré pinceladas con aroma de magnolia.)
–Juan, le digo, te llevo a casa. Y con un Juan feliz de haber sido agasajado en sus falsos 60 años, partimos rumbo al centro de Tucumán. Trece años después, yendo rumbo al taxi después del café que hicimos en Yerba Buena, me dice: –Yo estoy bien para la edad que tengo. –Cuántos tenés ya, Juan?, lo desafío. –77, me dice. Y sí, señores, esta vez sólo se quitó dos años, un avance en comparación con los 6 del año 1996. Que quede claro, Juan no miente, seduce.
La flamante viuda del casero ante semejante desgracia salió corriendo a avisarles a los únicos vecinos que tenía en la cercanía. Vio la luz, vio que estaban en una calma fiesta, en un tranquilo asado y, desesperada, se arrimó hacia ellos a pedir ayuda.
–Auxilio, socorro!!! Acaban de matar a tiros a mi esposo. Ayuda, por el amor de Dios!!! Hagan algo!!! Auxiliooo!!!
–Pero, señora, qué pasó?
–Mataron a mi marido!!!, grita fuera de sí la señora del casero del club de tenis. –Me lo mataron!!!
Y con la ayuda de los parroquianos se pudo llamar a la policía y a la ambulancia para ver si se podía aún salvar al casero. Un raudo auto salió de la escena del crimen. Al tiempo, no tan breve, más bien extenso, llegó la policía a investigar lo más pronto que pudo el caso criminal. El dueño del club, un extraño personaje hermético y excéntrico, joven, con el pelo teñido de óxido, impecablemente vestido de tenista siempre, y su asistente, un viejo de cabeza cana, alemán, de nombre Otto, que todos los días ejercitaba a sus alumnos con su monótono slogan instructivo: “de abajo, hacia arriba; de abajo, hacia arriba”, se hicieron presente de inmediato tras saber que el estimado joven casero y cuidador del club había sido asesinado.
Falso. No. Nada de esto ocurrió. Ninguno de nosotros escuchó ningún disparo. Ninguna queja. Ningún llanto. Nadie escuchó el gemido último del moribundo muerto al fin. Los ovejeros alemanes, custodios del predio, no ladraron. No dijeron ni mu, pues no eran vacas, eran perros. Ni Laiza Gladys Carolina, nuestra perra, pió. No. Ni hubo tiempo para irónico humor. Esa noche allí, no hubo una matanza. A ese muerto lo trajeron. Lo mataron en otro lado. Recién al mediodía del día siguiente aparecieron los policías. No nos preguntaron nada. Éramos los únicos vecinos que tenía el club. Parado junto al alambrado esperé en vano ser convocado como posible testigo de un crimen que supuestamente, según se leyó en el diario al día siguiente, se hizo frente a mis narices, frente a los ojos de Juan, Mónica, Marco y las novias de ellos. Me dije bajo el sol: por fin seré protagonista de una historia policial verdadera. Pero no. Ningún investigador pudo suponer que estos únicos vecinos en tanta soledad podían aportar algún dato para esclarecer el caso.
–Juan, vamos a tomar un café al shopping nuevo!
–Sí, vamos, pero llamá un taxi. Me contestó excitado. –Yo aquí no tengo con quién hablar, me dijo.
Antes fuimos a su cuarto, me mostró unos libros. Me mostró la radio con que escucha Radio Universidad. Quiso sintonizarla, pero no estaba emitiendo.
–Ahora comparto el cuarto, antes no, pero está bien. Me puedo tomar un vasito de vino.
Salimos del cuarto hacia el pasillo principal, Juan llama por su nombre de pila a la doctora.
–Vamos a ir a tomar un café con Alejandro.
Y la doctora indica a una enfermera que lo acompañe a Juan a cambiarse de ropa.
–Disculpe. Pero usted quién es?, me dice la doctora ya a solas.
Y sé y se lo digo: –Soy amigo de Juan, soy escritor, vivo en Estados Unidos y hace poco escribí algo sobre Juan y su hija Inés, que vive en España, lo encontró al escrito y supe que Juan estaba aquí. Le escribí a Inés y me dijo que a Juan le iba a dar mucha ilusión verme.
–Mucha ilusión!, enfaticé asombrado.
–Y sí, en España hablan distinto que aquí, -me dijo la doctora-. Le pregunto porque...
–Sí, ya sé...
–Vinieron haciéndose pasar por parientes de Juan...
–Sí, y hubo problemas...
–Sí.
–No se preocupe, yo soy amigo de Juan. Y, qué tiene Juan?
Y comenzó a decirme términos técnicos que olvidé inmediatamente. Que se acuerda más del pasado lejano que del inmediato. (Lo mismo me pasa a mí.) Que repite las cosas. (Siempre lo hacemos.) No quiero ser reiterativo, pero que me haya dicho que Mercedes Sosa murió, no dice que no recuerde lo inmediato: Mercedes Sosa murió el 4 de octubre y él me lo mencionó el 9 de noviembre.
Él me dijo que aquí él no puede hablar con nadie, le dije a la doctora. Y ella dice que es él el que no quiere hablar. –Uno puede hablar con cualquiera -dice la doctora-, del tiempo, del clima; del tiempo del clima; del clima del tiempo; del clima del clima del tiempo del tiempo; o del tiempo del clima! Y sí, Juan tiene razón: ahí no puede hablar con nadie. Yo tampoco podría hablar con nadie. En realidad, nunca puedo hablar con nadie. Prefiero escuchar. La doctora dice que Juan no puede escribir. Pero nadie le dijo a la doctora que escribir no es sólo una acción gráfica. Aquí afirmo que ahí no se puede hablar con nadie. Pero sí se puede escribir, Juan!
La noticia apareció unos cuantos días en LG y se desdibujó como si todo estuviera resuelto. Mi triángulo de intriga es: a) Ayudante de instructor, viejo alemán solitario (Otto), salía por las mañanas de un edificio de departamentos de la Córdoba y 25 de mayo, ochava NE, pleno centro de Tucumán, frente al correo central, en la ochava NO estaba, hace muchos años, el emblemático bar Central; b) (El occiso) Joven y dinámico casero y cuidador de las canchas; c) Joven instructor de tenis, extravagante y de cabello teñido, dueño del club.
El instructor extravagante tenía una errática permanencia en los courts, el más constante era el viejo alemán de cabeza cana, él atendía diariamente las prácticas deportivas. “De abajo, hacia arriba. De abajo, hacia arriba”. Todas las soleadas mañanas y las ardientes tardes estaban ambientadas por esta voz germana. El alemán nunca saludaba a los vecinos. (Nunca nos saludaba.) El extravagante instructor, a veces. El cuidador de las canchas y casero era cordial. Era un buen empleado, podríamos decir. Serenas eran las noches en tan desértica vecindad. Los vecinos éramos: nosotros y los del club de tenis. Lo demás era campo traviesa. Más el paredón de la cerámica Rossi.
Juan sabía que vivíamos allí. En marzo del 2009 lo hablé por teléfono y se acordó del cumpleaños que le festejamos allí. Y recordaba que fue con su novia, y yo no recuerdo aún el nombre de ella. Y Juan me lo dijo más de una vez.
La Federico Rossi existió y existe en nosotros, en Juan y en mí, en nosotros, pero existe más como una deuda en la justicia. Un encubrimiento, quizá. Una cosa que no hay que saber. Un caso que no hay que develar. Caso Club de tenis: un caso que hubo que tapar. Un drama de amor, de amor prohibido. Un drama de amor-odio. Un caso de matar porque la muerte llama.
Un caso donde el vecino próximo no es sospechoso, no es consultado, no le importa a la policía.
¿A quién encubre este caso? Quizá Juan sea el culpable.
Juan se apareció impecable tras mi diálogo con la doctora. Elegante, delgado, con sus modales finos y su sonrisa.
–Vayan tranquilos, el almuerzo lo toma cuando vuelva.
Tomamos el taxi y vamos pocas cuadras hacia el moderno paseo. Juan está feliz, estamos. Me da gusto verlo bien, me hace sentirme bien. Le comparto mi hija, mi nieta y, lamentablemente, mi yerno. Bromas aparte, es un gusto quererte Juan!
Bajamos del polvoriento taxi, las calles de Yerba Buena se resisten al asfalto. Caminamos rumbo al bar, nos sentamos bajo unas sombrillas. Pido café. Pide jugo de naranjas. Pedimos medialunas. Hablamos. Hijos. Maternidad de la hija. Los tíos de sus hijos, todos eran tíos. Mujeres. Sus parejas. Personajes de letras. Amigos. Su hijo Hernán. Su hijo desaparecido. Su otra hija. Los que lo leyeron y lo reconocieron. Sus encuentros. Los que aportan y los que no. Las gestiones y los vacíos. ¿Qué es lo lleno/pleno y lo vacío/nulo?
¿Hay reconocimiento válido de la poesía? ¿Es válida para el poeta su poesía? ¿Tiene valor la palabra, aunque se muera por ella?
Juan no muere por la palabra, insiste en la palabra, sigue vivo, viviendo en ella. La palabra está en Juan. La substancia de Juan es la palabra. ¿Quién puede pedirle más a Juan? ¿Quién puede pedirle más a la palabra?
Acabo de tomar un sorbo de vino blanco, un sorbo de Crane Lake, Chardonnay 2008, California. Sabe a vino, sabe similar al vino del cumple 60/66 de Juan. Sabe que estoy escribiendo sobre Juan, que es escribir sobre uno. Uno no puede escribir sobre Juan, sobre un poeta, sin involucrarse. Uno es, a duras penas, lo que uno es, no nos queda otra cosa que ser lo que se es.
Escribir sobre Juan es escribirse. Es decir: la hija que parió mi hija es hija mía y está libre. Maternidad. Maternidad de Nuestra Señora de la Merced. Santísima Lules. Maternidad paridora. Cárcel salvadora. Maternidad, hermana mayor de la poesía.
Alejandro Gil
29 de noviembre,
6 de diciembre de 2009
ATLANTA
PD: Juan es un monstruo, un gran poeta, un sensible y profundo poeta, pocos hay de su talla, su palabra es un decir del mundo, de su mundo que abarca mundos, que es universal, por algo este último libro del que habla se llama Conversa. “Aquí no tengo con quién conversar”, todos no tenemos con quién conversar. Este es nuestro mal, nuestra guerra fría. Padecemos este silencio. Juan, con su verbo, nos lo hace ver. Lo delata. ¡Conversa, hijo mío!
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