Y claro está, leyendo esto, no puedo dejar de pensar en la triste historia de las cartas de Andrés Caicedo. Un joven escritor también colombiano, que amaba escribir cartas. Que dejó por escrito que deseaba que se publicaran. (¿No es así, Jaime Manrique?) Mi Jaime querido, el recipiente de la carta que enfureció a las dos hermanas mayores del escritor, porque “que horror”. Dos hombres acariciándose. Cogidos de la mano. Ay no. Eso sí que no. Nada de publicar “eso”. Por Dios. Que cosa tan horrible.
(Corría el año 2008, queridos lectores. El siglo XXI.)
Me pregunto: leyendo esta noticia en los periódicos, ¿qué estarán pensando “la mayoría de los herederos” de Andrés Caicedo? Sí, los mismos que en el 2008 dieron gritos de rabia por teléfono al leer la carta de Caicedo a Manrique. ¿Qué pasará por la mente de los censores? ¿Tendrán vergüenza? Sí, vergüenza de haber vetado, censurado, prohibido la publicación de un libro en dónde se hubieran podido leer 198 cartas escritas por el joven escritor que se suicidó básicamente escribiendo cartas. Dos, para ser exacta.
¿Se sentirán culpables de haber prohibido un material epistolar que en su gran mayoría ni leyeron? Culpables de ni siquiera saber el contenido de su obra—uno de esos herederos ni se atrevió a leer la novela ¡Que viva la música! porque le producía vergüenza—
Y repito: todo el derecho tiene a esa vergüenza. A lo que no tiene derecho es a hablar y comentar sobre algo que nunca leyó. Y a censurar documentos que nunca pasaron por sus manos. Ah, los ignorantes y temerosos herederos. Los que no escribieron ni una coma de su obra. Ahora, señores feudales de su legado literario. Esto se publica, esto no. Porque nos da la gana. Porque, ¡ay qué horror! Queridos lectores: hay distintas formas de quemar y destruir un libro.
La injusticia de la vida. 198 cartas que parece que les producen pavor. A esos herederos. A la mayoría.
Queridos amigos, queridos lectores: parece que lo que les produce terror entonces es el amor de un joven escritor por el arte. Porque eso es lo que es el alma de su correspondencia: su pasión por crear, por producir, por ver cine y respirar cine y vivir cine. Vivir para escribir. Y sí, comentar sobre su angustia viviendo en medio de tanta represión y tanta censura. Vivir en su cuerpo demasiado sensible. Sí, las cartas describen vívidamente la misma censura que 40 años después no lo deja morir tranquilo. Sí, describen a la familia compleja de todo artista. Les pregunto, queridos amigos, ¿quién es el artista que tiene una familia felicísima?
¿Quién? ¿Cuál es el ser humano que tiene una familia sin problemas? Si conocen ustedes a alguno, me dejan saber. Por favor.
Y si a estos “herederos” no les da vergüenza pensando en la censura que han ejercido por años, vergüenza les debería dar. Sí, vergüenza leyendo el artículo sobre el archivo de García Márquez. Leyendo sobre la mente libertaria de su familia. Vergüenza de la mala. De la que hace ruborizar. De la que hace pensar y reconsiderar. De la que hace pedir excusas a un muerto.
Mientras tanto, queridos lectores, me deleitaré leyendo material del archivo de Gabriel García Márquez. Y me deleitaré también leyendo cartas escritas por Andrés Caicedo.
Y seguiré denunciando este terrible desatino, este insulto al alma de un muerto que vivió para escribir y publicar. Todo lo que escribió. Todo.
Para la libertad canto lucho pervivo. Como lo dijo Miguel Hernández.
Para la libertad. Contar el cuento, este horrible cuento para no olvidar. Para que no se nos olvide. Plural. Que lo hagamos todos. Estos muchos buenos amigos.
Para que denunciemos y preguntemos y exijamos.
Sí, señoras y señores, jóvenes y jovencitas. Ante una injusticia, uno nunca debe quedarse callado. Nunca. ¿Y una injusticia contra un muerto? Esa si es la peor cobardía.
Rosario Caicedo
Diciembre 13, 2017
Middletown, Connecticut, EE. UU.
CARTA LEÍDA EN
LA LUPA MÁGICA DE LA PALABRA
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