Wednesday, December 26, 2018

TODO LO PRECARIO (cuento) by Alejandro Gil



TODO LO PRECARIO

Todo es precario, todo es precario, se dijo una y otra vez, y usó la silla de pino que cruje al apoyar todo el peso del cuerpo. La había comprado en una gran transacción comercial. El precio de mercado, en las tiendas del rubro, la cotizaba, a cada una de las sillas plegables, a novecientos pesos. Él, por internet, consiguió las mismas sillas a trecientos pesos cada una, y se las entregaron en su casa. Este mínimo logro le elevó el amor propio. Había comprado, por el 133% del valor de una silla, las sillas, ahora propias, que crujían.
Crujían también sus huesos, aunque no tanto ellos, pero sí los espacios aéreos de su cuerpo.
Había visto al pasar. Había imaginado o soñado, no recordaba bien, últimamente su cabeza no retenía el pasado inmediato, algo: una nebulosa. Entre paredes derruidas, cocinas industriales, un hotel antiquísimo y monumental, estaba su sueño. El presente de ya. No era su ahora, era una mezcla de pasado, presente y fantasma, con su padre muerto, con una sobrina y una de sus hijas. Una nebulosa. Había mucho fuego. Llamas importantes y abundantes en el gran rectángulo de acero plateado o aluminio duro y grueso. Ese artefacto era una fortaleza, un castillo medieval donde cocinar para miles de gentes desconocidas. El chef cocinará para comensales que se habrían visto nunca jamás antes, éste podría haber sido el pensamiento del fabricante al crear esa potencia que se encendería en llamas que en el sueño no dejan de flamear a pesar de accionar las manivelas para cortar el fluido del gas.
La muerte es precaria, se dijo. Y no pensó en explayarse sobre el tema.
Era muy hermoso el hotel. Le recordaba a uno termal de Rosario de la Frontera, ruinoso, polvoriento. Allí había tomado un baño sauna o un baño turco, no era especialista en temas de curas corporales: era un receptáculo donde el caño de la tina surtía agua hervida y espesa. La textura jabonosa del agua daba la sensación de que ninguna parte de su cuerpo se secaba del todo; entre tanta precariedad, su piel conservaba una baba casi eterna.
Su padre estaba parado, erguido y elegante en un pasadizo al aire libre del hotel, atrás de él su sobrina. Delante, sentada en un cantero elevado por dos escalones gruesos, estaba su hija, la otra nieta de su padre. Se acercó a su padre, lo observó de lado: saco de invierno, pañuelo de seda rojo, ocre y blanco; recién afeitado, impecable. Sus manos entrecruzadas hacia adelante, sonriente y serio a la vez. La mirada hacia el frente por sobre su nieta menor, detrás y hacia su izquierda estaba su otra nieta; detrás de ella, más atrás y más hacia la izquierda: la cocina en llamas.
Él miró a su hija y le preguntó en susurro, como en secreto: -¿Lo ves? ¿Vos lo ves? Su hija asintió con su cabeza, con sus ojos y con el no-sonido de sus labios. Ambos sabían que ese hombre había muerto un año y medio antes.
Una bandeja de huevos recién empezada lo devolvió a contar esta historia, escuchaba JJ Cale, era parte de su historia y es parte del crujiente sonido de la madera. Es un desierto, una voz que habla. Él dice: es el Gringo. Y las cuerdas emiten historias, historias inenarrables. Es una desgracia de las letras no poder ser tan impalpables. La música dice más. Y no dice nada.
Ahora, en este lapso de silencio, decimos que esta historia habla de nosotros. Pero, me pregunto, ¿qué parte de nuestras vidas es de la vida ajena?
Él vuelve a insistir que la muerte es precaria.
Había caminado por la acera norte de la avenida Sarmiento, era una zona transitada por él miles de veces y, también sabía que todo ese andar se diluía en sí al cabo de llegar a cualquier destino. Pero era memoria. Recordó que en los años de la Dictadura Militar argentina él hacía deportes en el Complejo Deportivo Teniente Ledesma, el de la 25 y Sarmiento. Allí, en ese edificio antiguo de principios del siglo XX, funcionaba, antes del complejo deportivo, la escuela Presidente Roca, hicieron una nueva escuela al frente de esa manzana doble. Manzana que estaba detrás de la manzana de los departamentos que en su mayoría eran habitados por militares, los monoblocks de la 25: en la manzana norte, la nueva escuela. La del complejo, era la manzana doble completada por los monumentales edificios de la Compañía de Comunicación V, el Comando, el Distrito, el Destacamento de Inteligencia, el Casino de Suboficiales. Zona militar.
Él no recordaba los nombres de las reparticiones que allí funcionaban en aquella época. Fue a averiguar. En una oficina donde ahora funciona la obra social de las tres fuerzas armadas de Argentina, un hombre, bien dispuesto, le proporcionó la información. Sonriente, se refirió al espacio en que estaban. -Ahí, dijo señalando una puerta debajo de una escalera, se le hacían cositas a los que se hacían los pícaros en esa época. Ahora en ese pequeño cuarto hay un cartel: DEPÓSITO.
Aún se ve en el hall de entrada del otro edificio una gran placa de mármol de Carrara tallada, dice en letras negras: EDIFICIO ESCOLAR / 25 DE MAYO 1907 / GOBERNADOR Ingro LUIS F. NOUGUES. Dieciséis años después había nacido su padre. Vivió 93 años.
A unas pocas cuadras de ese recuerdo sobre la Sarmiento, iba a ver a su primo internado en el antiguo Policlínico Ferroviario, así se llamaba cuando juntos iban a hacer deportes en el complejo. Eran adolescentes. El primo habilidoso en casi todos los juegos, él un completo inútil, salvo en el vóley, por su altura. A él ahora también le crujían los huesos.
Su padre erguido y sonriente, su padre mirando como eterno. Su padre mirando por sobre la cabeza de su hija sentada en el cantero. El cantero era un desierto que no tenía ni una mata.
-¿Estás bien?, le preguntó a su padre. Los dos sabían que uno de los dos estaba muerto. La hija de él también lo sabía y fue su gesto lo que incentivó esta pregunta. La respuesta fue: -Sí, estoy bien. Seca respuesta. Así siempre se dirigía su padre a él. Para él esa respuesta no fue un alivio, pues él siempre supo que su padre estaba bien, también sabía que no estaba muerto, sabía que todo era y no era y sabía de lo momentáneo.
Su primo, el visitado, estaba recuperado de su descompensación. Ya otros parientes fanáticos del dolor ajeno, casi se percibían como festejantes del mal momento del hombre en reposo, de su quizá terminal estado. Él sabía, como con su padre, lo que ocurriría: como cuando eran chicos, el elegido por su destreza física sería su primo.
Se saludaron con un entrecruzar de manos enlazándose ambos y mutuamente el dedo pulgar. Se apretaron con firmeza. El primo y él.
Él, también le dio un beso en la mejilla derecha a su padre que seguía mirando al frente.
Abrió la puerta de vidrio, la soltó tras pasar hacia el lado externo del cuartel.

Alejandro Gil
2018

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