Pacheco, informe de situación
Por Alejandro Gil
«Quien recuerda y
vive la vida, vive dos veces. Quien olvida y solo vive el momento, pierde su
tiempo. Pero el que recuerda y vive la vida y se olvida de los rencores
banales, crea el futuro. Y ese futuro será próspero, si hace justicia.» Así
hablaba Pacheco mientras arrastraba su pie eternamente vendado y amenazado por
la gangrena.
Quizá el haberlo
encontrado trepado a una garita para dirigir el tránsito me llevó a
considerarlo como un gran dirigente.
Ya lo había visto
pasearse con su impactante vestimenta por cada rincón del centro de la ciudad
extendiéndole la mano a toda la gente. Lucía increíblemente blanca su cabellera
y su barba y parecía un apóstol de aquellos lejanos tiempos.
No sin antes entregarles
sus ideales en una tarjeta, la gente que lo rodeaba le obsequiaba soles o
escudos o cabildos.
Pacheco miraba a
los ojos. Pero tal vez ese mirar era el que producía incomodidades.
Él avizoraba
siempre lo que iba a pasar. «Veo clanes que se apropiarán de las fuentes de la
cura y del alimento. De las fuentes de la sabiduría y del aprendizaje. De la
luz.», proclamaba ante veintitantos pasajeros que multiplicaban su anuncio por
toda la población.
Sus palabras
volaban de boca en boca y hubieron algunos que las asumieron como propias y
establecieron con ellas los fundamentos de sus acciones públicas.
Una templada
mañana de Pascuas se quedó dormido en la escalinata de la iglesia Santo Domingo
después de haber orado sus claras palabras, hasta el agotamiento, durante toda
la jornada anterior incluida la madrugada siguiente. Aun extenuado seguía
proclamando sus versículos de sabio entre balbuceos que, al prestarle atención,
se definían a todas luces como sus mejores mensajes.
La media mañana ya
golpeaba con su sol que iba a tornarse infernal al mediodía. Ya los feligreses
comenzaban a salir de la misa de las ocho y se encontraban con el maestro
vencido por el cansancio que, entre bostezos de dormido y vigilia incierta,
seguía inalterable su propia liturgia.
Desde el
campanario, el monaguillo que observaba la escena haciendo la llamada para la
próxima misa no entendía por qué las señoras que pasaban junto a él se cruzaban
abruptamente de vereda y daban coscorrones a los niños si se daban vuelta para
seguir mirando al maestro.
Ya las nubes
habían comenzado a treparse al cielo, aun algunos nubarrones negros, aun otros
rosados y ardientes traspasados por los rayos del sol que iba creciendo entre
sombras y claridades. Iba, al menos, a caer un chaparrón.
El monaguillo lo
sabía, y se apuró a hacer el anuncio colgando todo su cuerpo de la cuerda que
mecía las campanas. Su única prisa era llegar hasta donde estaba Pacheco para
avisarle que las aguas del cielo se venían encima de él. El muchacho lo quería
y lo escuchaba, a diferencia de otros que tan solo lo oían. Bajó las escaleras
de vieja mampostería a saltos, de a tres escalones por tranco, y sabía bien que
con los ciento ochenta pasos reducidos en un tercio podía evitar un tremendo
fiasco al maestro que yacía inerte entre sus sueños de paz y armonía entre los
hombres de todo el universo.
El cura párroco lo
detuvo al final del maratón, en la planta baja, haciéndole un encargo de
hostias y vino de misa para la próxima evocación que se iniciaba en quince
minutos. «Sí, padre, allí estarán.», contestó acezando y dejando al sacerdote
con la palabra en la boca tras su rauda huida.
Las puertas
principales del templo estaban cerradas con llave por las tareas de limpieza
que cuatro adoratrices de Dios hacían con esmero pasando grandes escobillones
que arrastraban aserrín con querosén que dejaba todo el piso como si fuera un
espejo. Tuvo que buscar otra salida sorteando los bancos con sus tablas para
arrodillarse que le impedían su libre tránsito. Tropezó un par de veces en el
intento, pero al fin pudo ver una puerta lateral, junto a la sacristía, que le
permitía salir al exterior de la capilla.
«¡El maestro
Pacheco se va a mojar!», se decía preocupado mientras seguía su trayectoria
hacia la calle. Después de superar las altas rejas de hierro forjado que pudo
trepar y descender gracias a su juventud y a su estado atlético, logró llegar a
su destino. Pero Pacheco, tan lúcido como en sus mejores días, ya se estaba
comiendo la morcilla negra que algún bromista le puso sobre su bragueta al
despuntar el alba mientras estaba dormido.
El maestro se
paseaba tranquilo por la escalinata del palacio de gobierno listo para dar las
directivas del nuevo día. Cuando de pronto se presentó ante él un jovencito
acezante que le ofreció un vaso de vino y un pan blanco y redondo que se le
diluyó en la boca. Pacheco solo atinó a acariciarle la cabellera sudorosa y a
decirle: «Gracias.»
Con los ojos
cerrados dio un medio giro con su cuerpo y al abrirlos miró los balcones
maravillosos del palacio de estilo francés. Entristecidos y llenos de lágrimas
sus ojos se volvieron hacia el niño que ya había desaparecido.
II.
Aunque la próxima
parada sería en el medio de los cerros, Pacheco estaba firmemente convencido de
su prédica. Lo sabía porque ya varias sectas mono neuronales acataban sus
sentencias de un modo equívoco, pero entusiastamente seguras de que era el
camino a seguir y giraban sus preclaras palabras a sus sinceros objetivos de
causar daños para otros y beneficios para los propios.
La causa de la deportación
preocupaba a Pacheco. Días antes había visto construir hermosos muros pintados
de blanco que tapaban las viviendas del pobrerío. Ante este hecho pensó:
"Quizá la intensión de estos bandidos sea impedir que el viento arruine
las precarias casas de los olvidados."
El maestro,
sumergido en sus cavilaciones, se permitía todos los atropellos de la mente,
como cuando dijo involuntariamente que "La flor y nata de los tambos
tucumanos sucumbirá" y quizá nunca supo que años más tarde la productiva y
reconocida elaboradora de leche fresca de la avenida Mate de Luna se
convertiría vertiginosamente en una inmensa ruina de hierro y cemento. De allí
provenían seguramente esos trozos de queso que le regalaban cuando se acercaba
a la confitería Germania donde los nocturnos clientes tras escuchar su voz se
dignaban a contribuir a su causa con el simple aporte de un alimento sano y
hecho por manos locales.
A unas cuadras de
allí, cayendo por la pendiente de la calle 24 de setiembre, dando un giro al
sur y retomando hacia el este por Crisóstomo, el maestro cada tanto tiempo
visitaba la Farmacia Oficial en donde, entre ardides de simulacros para evitar
reprimendas, los empleados le cambiaban el vendaje que ya emanaba olores
nauseabundos y violáceos colores.
Sobre el techo de
la Farmacia Oficial los niños de la manzana jugaban a la pelota gracias a que
era la única construcción que poseía techo de cemento y no de chapa como el
resto de las casas.
Por aquellas
pensiones de la zona, el maestro también supo proclamar sus ideales y compartía
almuerzos entre prostitutas, millonarios abandonados a sus suertes,
trabajadores y Marco, un niño que iba a la escuela todos los días protegido por
esos hombres y esas mujeres que vivían con él en la pensión. Quizá Marco, ahora
hecho todo un hombre, rememora mejor que nosotros este pedazo de historia.
Él fue quien desde
el techo de cemento sentía los pestilentes aromas del vendaje. Entre sus
primeros trabajos de infante recuerda con insistencia aquel en el que se
empachó con jamón crudo que comió insaciable y de a poco mientras preparaba los
antológicos sándwiches de Papagayo.
Al salir cada día,
ya crecida la noche, no se olvidaba de poner unas fetas en su bolsillo por si
acaso se cruzaba con el maestro en el camino de regreso. Ahora, con los años,
pudo volver a probar el delicioso manjar, pero toda vez que lo hace se remonta
en ensueños hacia los años de Pacheco y la pensión. También recuerda al Loco
Perón despotricando por un viaje no pedido en aquella jornada infame.
El Colón abría sus
puertas en el minúsculo tiempo del vaivén en que las cerraba. Los tacos de
billares esperaban ansiosos los nuevos jugadores; ya las ginebras y los vinos
dormían en las repisas y el aroma del café se intensificaba al clarear el sol.
En las mesas
yacían las fichas de ajedrez y dominó. Los mazos de naipes estaban ordenados a
la espera de nuevas partidas que sigilosas manos orejearían la carta del
triunfo.
Allí Pacheco
ligaba un desayuno de vez en cuando, pero antes debía ejercer su condición
oratoria.
"Veo clanes
que se apropiarán...", pero el encargado de turno lo paraba en seco:
"¡Maestro, eso ya lo dijo la semana pasada!"
Entonces Pacheco
salía a la vereda y miraba intensamente hacia el oeste donde además de
vislumbrar el futuro ocaso, veía las cúpulas del palacio resplandecientes por
las luces del amanecer. Tras retomar la inspiración, el maestro regresaba al
largo y angosto salón de El Colón.
Como buen
pensador, sabía que la técnica de la repetición y de la insistencia era una
herramienta indispensable para engrandecer su obra, pero ante las
circunstancias cotidianas debía reformular la forma sin dejar de lado el fondo.
"Quizá la
audiencia se sienta contenida en los vericuetos de la palabra", se dijo
mientras construía otra sentencia que magnifique su visión. Y ya mirando al
encargado con actitud recia y benebolente, espetó: "Habrán rostros con
bigotes que postrarán a la comarca en infiernos vergonzosos de hambres y de
muertes, pero uno de esos rostros se los quitará cuando aparezcan las canas;
pero el otro usará tinturas cosméticas para conservar lo negro de sus
actos."
Pacheco devoró su
desayuno y partió con rumbo incierto atravesando la plaza.
Alejandro Gil
2006
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