Saturday, March 13, 2021

Pacheco, informe de situación



 

Pacheco, informe de situación

Por Alejandro Gil

 

«Quien recuerda y vive la vida, vive dos veces. Quien olvida y solo vive el momento, pierde su tiempo. Pero el que recuerda y vive la vida y se olvida de los rencores banales, crea el futuro. Y ese futuro será próspero, si hace justicia.» Así hablaba Pacheco mientras arrastraba su pie eternamente vendado y amenazado por la gangrena.

Quizá el haberlo encontrado trepado a una garita para dirigir el tránsito me llevó a considerarlo como un gran dirigente.

Ya lo había visto pasearse con su impactante vestimenta por cada rincón del centro de la ciudad extendiéndole la mano a toda la gente. Lucía increíblemente blanca su cabellera y su barba y parecía un apóstol de aquellos lejanos tiempos.

No sin antes entregarles sus ideales en una tarjeta, la gente que lo rodeaba le obsequiaba soles o escudos o cabildos.

Pacheco miraba a los ojos. Pero tal vez ese mirar era el que producía incomodidades.

Él avizoraba siempre lo que iba a pasar. «Veo clanes que se apropiarán de las fuentes de la cura y del alimento. De las fuentes de la sabiduría y del aprendizaje. De la luz.», proclamaba ante veintitantos pasajeros que multiplicaban su anuncio por toda la población.

Sus palabras volaban de boca en boca y hubieron algunos que las asumieron como propias y establecieron con ellas los fundamentos de sus acciones públicas.

Una templada mañana de Pascuas se quedó dormido en la escalinata de la iglesia Santo Domingo después de haber orado sus claras palabras, hasta el agotamiento, durante toda la jornada anterior incluida la madrugada siguiente. Aun extenuado seguía proclamando sus versículos de sabio entre balbuceos que, al prestarle atención, se definían a todas luces como sus mejores mensajes.

La media mañana ya golpeaba con su sol que iba a tornarse infernal al mediodía. Ya los feligreses comenzaban a salir de la misa de las ocho y se encontraban con el maestro vencido por el cansancio que, entre bostezos de dormido y vigilia incierta, seguía inalterable su propia liturgia.

Desde el campanario, el monaguillo que observaba la escena haciendo la llamada para la próxima misa no entendía por qué las señoras que pasaban junto a él se cruzaban abruptamente de vereda y daban coscorrones a los niños si se daban vuelta para seguir mirando al maestro.

Ya las nubes habían comenzado a treparse al cielo, aun algunos nubarrones negros, aun otros rosados y ardientes traspasados por los rayos del sol que iba creciendo entre sombras y claridades. Iba, al menos, a caer un chaparrón.

El monaguillo lo sabía, y se apuró a hacer el anuncio colgando todo su cuerpo de la cuerda que mecía las campanas. Su única prisa era llegar hasta donde estaba Pacheco para avisarle que las aguas del cielo se venían encima de él. El muchacho lo quería y lo escuchaba, a diferencia de otros que tan solo lo oían. Bajó las escaleras de vieja mampostería a saltos, de a tres escalones por tranco, y sabía bien que con los ciento ochenta pasos reducidos en un tercio podía evitar un tremendo fiasco al maestro que yacía inerte entre sus sueños de paz y armonía entre los hombres de todo el universo.

El cura párroco lo detuvo al final del maratón, en la planta baja, haciéndole un encargo de hostias y vino de misa para la próxima evocación que se iniciaba en quince minutos. «Sí, padre, allí estarán.», contestó acezando y dejando al sacerdote con la palabra en la boca tras su rauda huida.

Las puertas principales del templo estaban cerradas con llave por las tareas de limpieza que cuatro adoratrices de Dios hacían con esmero pasando grandes escobillones que arrastraban aserrín con querosén que dejaba todo el piso como si fuera un espejo. Tuvo que buscar otra salida sorteando los bancos con sus tablas para arrodillarse que le impedían su libre tránsito. Tropezó un par de veces en el intento, pero al fin pudo ver una puerta lateral, junto a la sacristía, que le permitía salir al exterior de la capilla.

«¡El maestro Pacheco se va a mojar!», se decía preocupado mientras seguía su trayectoria hacia la calle. Después de superar las altas rejas de hierro forjado que pudo trepar y descender gracias a su juventud y a su estado atlético, logró llegar a su destino. Pero Pacheco, tan lúcido como en sus mejores días, ya se estaba comiendo la morcilla negra que algún bromista le puso sobre su bragueta al despuntar el alba mientras estaba dormido.

El maestro se paseaba tranquilo por la escalinata del palacio de gobierno listo para dar las directivas del nuevo día. Cuando de pronto se presentó ante él un jovencito acezante que le ofreció un vaso de vino y un pan blanco y redondo que se le diluyó en la boca. Pacheco solo atinó a acariciarle la cabellera sudorosa y a decirle: «Gracias.»

Con los ojos cerrados dio un medio giro con su cuerpo y al abrirlos miró los balcones maravillosos del palacio de estilo francés. Entristecidos y llenos de lágrimas sus ojos se volvieron hacia el niño que ya había desaparecido.

 

 

 

II.

 

Aunque la próxima parada sería en el medio de los cerros, Pacheco estaba firmemente convencido de su prédica. Lo sabía porque ya varias sectas mono neuronales acataban sus sentencias de un modo equívoco, pero entusiastamente seguras de que era el camino a seguir y giraban sus preclaras palabras a sus sinceros objetivos de causar daños para otros y beneficios para los propios.

La causa de la deportación preocupaba a Pacheco. Días antes había visto construir hermosos muros pintados de blanco que tapaban las viviendas del pobrerío. Ante este hecho pensó: "Quizá la intensión de estos bandidos sea impedir que el viento arruine las precarias casas de los olvidados."

El maestro, sumergido en sus cavilaciones, se permitía todos los atropellos de la mente, como cuando dijo involuntariamente que "La flor y nata de los tambos tucumanos sucumbirá" y quizá nunca supo que años más tarde la productiva y reconocida elaboradora de leche fresca de la avenida Mate de Luna se convertiría vertiginosamente en una inmensa ruina de hierro y cemento. De allí provenían seguramente esos trozos de queso que le regalaban cuando se acercaba a la confitería Germania donde los nocturnos clientes tras escuchar su voz se dignaban a contribuir a su causa con el simple aporte de un alimento sano y hecho por manos locales.

A unas cuadras de allí, cayendo por la pendiente de la calle 24 de setiembre, dando un giro al sur y retomando hacia el este por Crisóstomo, el maestro cada tanto tiempo visitaba la Farmacia Oficial en donde, entre ardides de simulacros para evitar reprimendas, los empleados le cambiaban el vendaje que ya emanaba olores nauseabundos y violáceos colores.

Sobre el techo de la Farmacia Oficial los niños de la manzana jugaban a la pelota gracias a que era la única construcción que poseía techo de cemento y no de chapa como el resto de las casas.

Por aquellas pensiones de la zona, el maestro también supo proclamar sus ideales y compartía almuerzos entre prostitutas, millonarios abandonados a sus suertes, trabajadores y Marco, un niño que iba a la escuela todos los días protegido por esos hombres y esas mujeres que vivían con él en la pensión. Quizá Marco, ahora hecho todo un hombre, rememora mejor que nosotros este pedazo de historia.

Él fue quien desde el techo de cemento sentía los pestilentes aromas del vendaje. Entre sus primeros trabajos de infante recuerda con insistencia aquel en el que se empachó con jamón crudo que comió insaciable y de a poco mientras preparaba los antológicos sándwiches de Papagayo.

Al salir cada día, ya crecida la noche, no se olvidaba de poner unas fetas en su bolsillo por si acaso se cruzaba con el maestro en el camino de regreso. Ahora, con los años, pudo volver a probar el delicioso manjar, pero toda vez que lo hace se remonta en ensueños hacia los años de Pacheco y la pensión. También recuerda al Loco Perón despotricando por un viaje no pedido en aquella jornada infame.

El Colón abría sus puertas en el minúsculo tiempo del vaivén en que las cerraba. Los tacos de billares esperaban ansiosos los nuevos jugadores; ya las ginebras y los vinos dormían en las repisas y el aroma del café se intensificaba al clarear el sol.

En las mesas yacían las fichas de ajedrez y dominó. Los mazos de naipes estaban ordenados a la espera de nuevas partidas que sigilosas manos orejearían la carta del triunfo.

Allí Pacheco ligaba un desayuno de vez en cuando, pero antes debía ejercer su condición oratoria.

"Veo clanes que se apropiarán...", pero el encargado de turno lo paraba en seco: "¡Maestro, eso ya lo dijo la semana pasada!"

Entonces Pacheco salía a la vereda y miraba intensamente hacia el oeste donde además de vislumbrar el futuro ocaso, veía las cúpulas del palacio resplandecientes por las luces del amanecer. Tras retomar la inspiración, el maestro regresaba al largo y angosto salón de El Colón.

Como buen pensador, sabía que la técnica de la repetición y de la insistencia era una herramienta indispensable para engrandecer su obra, pero ante las circunstancias cotidianas debía reformular la forma sin dejar de lado el fondo.

"Quizá la audiencia se sienta contenida en los vericuetos de la palabra", se dijo mientras construía otra sentencia que magnifique su visión. Y ya mirando al encargado con actitud recia y benebolente, espetó: "Habrán rostros con bigotes que postrarán a la comarca en infiernos vergonzosos de hambres y de muertes, pero uno de esos rostros se los quitará cuando aparezcan las canas; pero el otro usará tinturas cosméticas para conservar lo negro de sus actos."

Pacheco devoró su desayuno y partió con rumbo incierto atravesando la plaza.

 

Alejandro  Gil

2006

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